Un día
caes. Y te das cuenta de la mierda que te rodea.
Siempre
encontraste los motivos para no aflojar. Siempre lloraste un ratito en silencio
y a escondidas, pero rápido volviste al ruedo.
Pero un día
ya no podes seguir con la pantomima. Una tarde después de tu operación caes en
cuenta que está en el inicio de la tormenta y todavía te va a sacudir mucho más.
Tomé conciencia
de que otra enfermedad crónica me ataca el cuerpo. Me di cuenta que dependo de
un laboratorio casi milagroso. Que no voy a poder lograr nada sin los médicos. Que
un abogado va a tener que pelear por mí. Y que alrededor de todo va a correr
mucha plata.
Hoy siento
por primera vez en dos años, que el trabajo ya no me refugia. Que básicamente ahora
no tengo lugar donde esconderme y que el dolor y la conciencia plena me
alcanzaron.
Si, por
primera vez en dos años, no tengo ganas de salir de este estado de lamentación.
Es que con
31 años no puedo ser madre. Es lamentable. No hay porque disfrazarlo ni
esconderlo. Es una mierda.
Y me gane
el derecho de decir: Hasta acá llegué. Tengo el derecho de tomarme una tarde de
furia y romper todo. El problema es que como nunca lo hiciste, ahora es una ridiculez.
Nadie acepta que te des por vencida. Nadie espera que lo hagas, nadie lo
entiende. Y peor aún, las consecuencias pueden ser peores.
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